No sé
si alguna vez supe lo que es quedar adentro, en la posición correcta, paradita
ahí, en donde el mundo puede estar
derrumbándose y uno sale con el pellejo sano, como si los milagros fueran cosa
cotidiana.
Generalmente,
me ocurre lo contrario, a esta loca alma mía se le da por andar curando las
heridas de los perdedores, por olvidar afrentas si ese alguien tiene una
necesidad y por ser abogada de cuanta causa perdida llega al despacho de su
corazón.
Por
otra parte, nunca pude disimular un enojo, es más, puedo cometer el pecado de la ira si, a mi
parecer, la situación lo merece y, en estos casos, no miro ni mido frente a quién, sólo me
importa la justicia del acto. Con esto no reivindico la tempestad de mi
temperamento, que es, creo, uno de los aspectos que no han sucumbido a la
sabiduría de los años.
Soy una
jugadora que siempre está en posición adelantada, o fuera del lugar esperado,
en off-side, en orsái.
Es que
en las zonas de la cancha en las que quedo colocada, indebidamente para las reglas, siempre son las zonas en las que mora,
implícita o explícitamente, alguna forma
del dolor, y, generalmente allí, nadie lanza ninguna pelota para seguir el
juego.
No sé
si este sea mi demorado y pertinaz rasgo adolescente a corregir, tampoco sé si
de ese rasgo quiera crecer alguna vez.
Yo sé
que, cuando quedo en orsái, prefiero el silencio, yo me entiendo, sé que
algo justo está ocurriendo, aunque, circunstancialmente, mis compañeros de
equipo se enojen.
Total, ya lo decía Manzi: “...que el alma está en orsái, che
bandoneón.”
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